Trato de definir a Julieta en pocas palabras, y una y otra vez lo que viene a mi cabeza es una frase corta, de su libro “Tata Pinto“, que me quedó grabada: “Amo el espacio azul con nostalgia de gaviota“. Esas palabras reflejan, en gran parte, su vida y su vasta obra. Amar el cielo, añorar el vuelo de los pájaros, su libertad y su inocencia.
Pero esa nostalgia no se da desde el inmovilismo, sino desde la acción. Tanto en lo que atañe a la vida pública, como en la amistad. Lo sé, porque tengo conmovedores ejemplos de ambas cosas, vistas bajo el lente de una estrecha relación que ha sido para mí un bálsamo enriquecedor durante más de cincuenta años.
La veía con admiración cuando era yo una niña de escuela y luego colegial. Me llamaba la atención su sencilla elegancia, su distinción natural y, por encima de todo eso, su dulzura. Muy pronto pude sentir, debajo de su calidez humana, una sólida fuerza de carácter y una extraordinaria fidelidad a sus principios.
Cuando entré a la universidad, tuve la fortuna de que se convirtiera en mi amiga y mentora y, cuando me casé, adoptó también a Rodolfo y llegaron a ser grandes amigos. En “Sol de tigre“, su autobiografía urgente, él describió con mucho afecto un momento en la casa de Julieta en Coronado que coincide con mi percepción de esa y tantas otras veces: “Ella regresó de inmediato con un manuscrito que nos leyó, con la sonrisa juguetona y cómplice que con frecuencia acompaña la luminosa belleza y dulzura de su rostro“.
Su amor por el campo y su gente ha sido una constante, que se ha visto reflejada en sus personajes. En las páginas de Tierra de espejismos (EUNED, 1995) por ejemplo, retrata a los campesinos que luchan por una tierra que cultivar; y a los burócratas y a los sinvergüenzas que se aprovechan de ese anhelo. Al final de la novela, que denuncia y exhibe miserias y desigualdades, “estalla el sol en el cielo y aparece el día. Los árboles en su sitio. Los animales en el potrero. El viento meciendo el vuelo de las garzas. La noche no ha cambiado nada, ni disminuído el poder de los hombres. Estalla la angustia en tonos de incendio. Es una pesadilla, murmuran sus labios, es una pesadilla. Sus pasos de sonámbulo lo conducen al autobús. Llegar a la frontera. Cambiarse de nombre. Llegar a la frontera. Cambiarse de nombre“. Es la historia descarnada de Ulises y de muchos otros sumidos en la desesperanza, como él, por el chanchullo y el engaño de vividores desalmados.
En la vida de muchos de los hombres y mujeres que habitan en sus obras, los únicos consuelos suelen ser la comida y el amor. Que una sabrosa torta de huevo, que un plato de gallopinto o unas buenas tortillas, un gallo de picadillo, unas biscotelas, un trozo de cajeta, de caña de azúcar o de panal de miel; o un bocadillo de guayaba…
En “La estación que sigue al verano” (Lehmann, 1969), las exigencias en el término de la carne y las verduras, son una clave de un marido infiel y desamorizado.
“Al saborear el dulce, una ola de cariño lo inunda“, leemos en “Un largo camino” (“A la vuelta de la esquina“, EUNA, 1998). Y en ese mismo libro, en “¿Le limpio, don?“, es el aumento del precio de un helado, de diez centavos a una peseta, lo que subraya el paso del disfrute a la carestía total. En “¿Le llevo, doña?“, el olor a frutas y verduras, y “las escapadas a los árboles de mango, jocote o naranja“, demarcan el triste camino del campo lleno de carencias a la vida debajo de un puente. Y surge un recuerdo “más tibio o más dulce, como el de aquella manzana envuelta en caramelo rojo. No las había vuelto a probar. Nadie me iba a dar un regalo que costaba dos colones…”.
Quiero concluir este sentido saludo a Julieta en el centenario de su nacimiento, con el párrafo final de su novela “El lenguaje de la lluvia” (Editorial Costa Rica, 2000):
“Signos misteriosos, nacidos de un lenguaje que ha venido gestándose durante todos estos años en vivencias y sentires, se mueven lentamente y me rodean con su abrazo. Soy luz, colores, sonidos que brotan del follaje, capullos a la espera del sol, almizcles de tierra abierta…Mi pluma corre, vuela sobre el papel y las palabras se deslizan de la montaña al valle, al bramido de furia cuando atraviesa la ciudad, al grito de luz en la llanura, a su canto de amor en el bosque de bambú, donde se detiene la corriente del río en un juego de florecillas blancas que prolongan el tiempo del arrullo. La pluma sigue corriendo por el papel…Alguien levanta suavemente las sombras de la noche y el sol borra, por fin, las huellas de la lluvia”.
¡Feliz cumpleaños, querida Julieta!
Magnífico homenaje a la escritora y a la amiga. Yo tengo sus libros. Que he leído varias veces. Y tambien su amistad, por muchisimos años. Su último libro, El Lenguaje de la Lluvia, es una novela que a la vez es un poema en prosa gracias a su bellísimo lenguaje. Gracias por ese homenaje a la amiga y
a la escritora, Marjorie.
Cuando Julieta cursaba su quinto año en el Colegio Superior de Señoritas, en semana de exámenes finales, mi abuela Celia Mata González, la acompañaba a la antigua Capilla del Seminario Central, que se encontraba adonde hoy se levantan las oficinas centrales del Banco Popular. Mi abuelita Celia era empleada doméstica en casa de don Enrique y doña Graciela, y acompañaba a Julieta, la hija mayor de los Pinto, a misa tempranera de 5 de la mañana, para encomendarla a Dios y asegurar así el éxito en las pruebas académicas. Mi abuelita Celia murió en 1998, a la edad de 95 años, y nunca olvidó a los Pinto, ni a su hija estudiosa y creyente, hoy nuestra gran escritora centenaria.
Muchas gracias por compartir esa bella anécdota. Saludos cordiales.