El descubrimiento del fuego primigenio, hace miles de años, es un hito en el desarrollo de nuestra especie. Desde que se utilizaba cuando ocurría sin nuestra intervención —como en los incendios forestales—hasta que logramos desatarlo a nuestro antojo, este elemento ha ejercido siempre una fascinación muy particular sobre los seres humanos.
Incluso ahora en el siglo XXI, cuando se une a la preparación de alimentos provoca un hipnotismo que pone al descubierto —debajo de aparentes costumbres civilizadas– nuestra embozada vocación depredadora.
Eso parecía reflejarse en las caras de quienes se acercaban en la tarde de ese día 14 de setiembre, víspera de la conmemoración de nuestra independencia, a ver las distintas carnes colgadas sobre fuegos abiertos, a la manera argentina, frente a la playa del hotel El Mangroove, en Playa Panamá.
El espectáculo presagiaba una cena memorable. En primer lugar, porque involucraba la pericia de cinco chefs con prestigio internacional: Javier Plascencia (mexicano, Baja California), Sebastián La Rocca (argentino residente en Costa Rica, Botaniko), Renzo Garibaldi (llamado el chef rey de la carne peruana, Restaurante OSSO), Karina Rivera (chef pastelera mexicana, Bachour Bakery Miami) y Walter Andrés Palma (Costa Rica, chef ejecutivo Hotel Mangroove). Lamentamos la ausencia de Santiago Fernández (Costa Rica, Silvestre), por motivos familiares de fuerza mayor.
Pero cuando todo anunciaba un atardecer idílico, sin previo aviso los cielos se abrieron, en un diluvio que asustaba. Los encargados tuvieron que correr para salvar la noche, cosa que lograron con destreza, aunque las carnes debieron pasar a terminar la cocción en hornos convencionales. No hizo mella el traslado en el pollo en salmuera al hilo, con glaze de guayaba y chile panameño, preparado por La Rocca, pero sí en el rib eye ahumado de Garibaldi, que no pudo estar parejo en el término de los distintos cortes y acusó el golpe del freno en el basting, lo que afectó la sazón.
Menos que este sufrió el lechón, que debía cocinar Santiago pero que por su ausencia le tocó a Walter Andrés.
Mesa convivial.
Una de las sorpresas fue que no hubo espacios para grupos pequeños, como en anteriores ocasiones, sino una única mesa muy larga, en la que fuimos colocados más de setenta comensales, con puestos identificados con nuestros nombres, en la que hacía los honores don Rubén Pacheco, presidente del Grupo Enjoy.
Antes de sentarnos, nos recibieron con variedad de cocteles. Me decidí por un néctar de mandarina con mezcal que resultó excelente, creación del mixólogo Ricardo Astudillo (ecuatoriano, Miami, Florida), en su sexta visita a nuestro país.
El menú de cinco tiempos lo anticipó de amuse bouche un tiradito de pipa, creación de Walter Andrés, en el que la carne de la pipa sabía a mango con aroma de chile, acompañada de un crujiente de maíz. Cuidadosamente emplatado de manera individual, ya que su confección no dependía de los fuegos abiertos.
Cuando le correspondió el escenario a Plascencia, con la descripción de su agua chile cremoso, cuyos ingredientes principales eran hormigas voladoras chicatanas y camarón, causó revuelo entre los comensales. Las hormigas chicatanas, que fueron traídas especialmente desde Oaxaca para esa cena, se tuestan y se muelen en el molcajete con los otros ingredientes de la salsa. Así que todos pasamos por muy valerosos —ojos que no ven, corazón que no siente— comiéndolas sin enfrentarnos a ellas.
Solo se pueden recoger pocos días al año, lo que justifica el alto precio en el mercado. En Oaxaca también las asan en el comal y simplemente las comen con sal, como una boca (botana, les dicen allá) y ya era un delicatessen en tiempos prehispánicos. Esos insectos, que pertenecen a la familia Myrmicinea, son unas asombrosas cultivadoras que tienen una relación simbiótica con un tipo de hongo —Leucoagaricus—, al que alimentan con hojas trituradas y luego se lo comen.
El nombre aparece en el Códice Florentino del siglo XVI como Tzicatana, proveniente del náhuatl —tzicatl (zhijkatl) de tzi-ntli que se traduce como trasero, y azkatl que se traduciría como hormiga. Aunque la palabra chicatana no lo evidencia, su origen sí nos habla de su parentesco cercano con la hormiga culona de Panamá y Colombia (Atta laevigata), que es un poco más grande.
De eso conversamos en la cena con nuestro vecino de la izquierda en la mesa, de origen colombiano. En su país las probamos envueltas en chocolate —solo así las había comido antes—; se sienten raras en la boca para quienes no estamos acostumbrados, con una tonalidad crujiente como de maní, que se percibe incluso debajo de la suavidad del chocolate.
Son especialidad culinaria de la región de Santander, en donde han sido tradicionalmente usadas como regalo de bodas, ya que se les ve como un alimento afrodisíaco.
También se venden como comida saludable, ya que se dice que previenen el colesterol alto y son fuente de energía y de vitamina B.
Desde hace unos años, las hormigas colombianas se exportan a Europa, se recubren con chocolate belga y se venden envasadas en tiendas famosas de Londres, como Harrods y Fortnum & Mason. Ahora hasta en E-Bay se pueden conseguir.
Los postres.
A quien no le tocó sufrir con la lluvia inesperada, fue a Karina Rivera, quien pudo hacer sin problemas su piña grillada, con sorbete y merengue de coco, pan de piña y crumble de almendra; y coronar con un excelso trío de macarons, hechos con maracuyá, chocolate de Talamanca —comprado directamente a los productores— y café de Cartago.
La lluvia se alejó para permitir que la noche terminara con un vistoso espectáculo de danza con antorchas.
Como en el pasado más remoto, nos reunimos con el fuego como testigo y compartimos los alimentos, en una atmósfera de camaradería y de amistad.