(Una versión de este texto mío apareció por primera vez en el suplemento cultural Áncora, del periódico La Nación de Costa Rica. Luego fue traducido al inglés para su publicación en la revista Gastronomica, The Journal of Food Studies, de la University of California Press).
Sinopsis
Los Paisajes domésticos de Carlos Poveda están vinculados a una historia de la comida y el arte que se remonta a la antigüedad grecorromana y se potencia con artistas contemporáneos que esculpen o pintan sus obras en materiales comestibles para ser devorados por los espectadores.
Los Paisajes de Poveda, sin embargo, ofrecen comida que es simbólica… no comestible.
El artista reinventa lo orgánico utilizando desechos industriales que convierte, colorea y modela en un caldero, en un proceso tan parecido a la alquimia como a la cocina. Lo suyo no es una transcripción fiel de comidas al estilo de los bodegones clásicos, sino más bien una superposición artística de emociones, que rodean la idea de lo comestible. Al contemplar sus esculturas podemos sentir desagrado, pero lo que nos molesta no es tanto su creación como la conciencia que nos aporta de nuestra naturaleza intrínsecamente depredadora.
Poveda nos ofrece una forma de arte que no sólo no provoca apetito, sino que toca nuestros recuerdos culinarios más profundos y nos retrotrae a un pasado primigenio, al afirmar la importancia de la comida en nuestra memoria colectiva.
En última instancia, nuestra reacción más fuerte ante su obra puede ser el miedo a no ser capaces de digerir lo absurdo de nuestra vida cotidiana.
Bodegones galácticos
El acto de alimentarnos es un proceso complejo, que si bien en primera instancia dice de la necesidad puramente biológica de mantenernos con vida, también habla de pertenencias sociales, religiosas y étnicas; de relaciones de poder y de desigualdades genéricas y sociales, a lo largo de una historia que tiene dos polos que a menudo se entrecruzan: la escasez y el hambre, la abundacia y la saciedad.
Así, lo culinario hace referencia a múltiples otros hábitos, que conforman un componente importante de nuestro universo cultural, nacional, regional, continental y planetario.
Cuando los artistas se adentran en las prácticas culinarias, nos devuelven el alimento –que es energía y no puede ser más básica y sofisticadamente vital– trasmutado en obra de arte.
En los Paisajes domésticos de Carlos Poveda, los objetos comestibles se reflejan como a través de un espejo mágico: no es el arte imitando a la realidad, sino la obra de un hechicero que devela nuestro potencial depredador.
Los Paisajes domésticos de Poveda se conectan con una red que se remonta hasta la antigüedad grecorromana, se fortalece con el arte efímero comestible de los banquetes medievales; renace en los platillos futuristas italianos de Marinetti y compañeros, a principios del siglo pasado; y se potencia con Sonja Alhäuser y otros artistas contemporáneos, que esculpen o “pintan” su obra en chocolate y otros materiales comestibles, para ser devorados por los espectadores.
A diferencia de todos esos históricos affairs entre arte y comida, en sus paisajes Poveda nos entrega un alimento simbólico, incomible antes y después de ser transformado en obra de arte. Más aún, algunas veces no son los aspectos más placenteros del comer lo que nos invita a presenciar, sino más bien los que quisiéramos dejar velados.
Contrario a lo hecho por el pintor suizo alemán Dieter Roth, quien usó los alimentos y las materias orgánicas para desafiar al arte establecido, Poveda reinventa lo orgánico y lo reproduce con desechos sintéticos, especie de esqueletos del cementerio de la globalización industrial.
La obra multidimensional de Poveda está realizada con hierro, polietileno y aluminio, restos industriales que él transforma, colorea y diseña, en un caldero que tanto se emparenta con la alquimia como con la cocina de lo inverosímil y de lo asombroso. No se trata de una transcripción fiel de lo culinario al estilo de los bodegones tradicionales, sino más bien de una imbricación del artista en las emociones –positivas y negativas– de lo comestible, en la interpretación de lo que tanto él como el espectador podrían tener sobre el plato.
Al hacerlo, los desnuda de una manera impúdica que a su vez nos denuncia como una especie desprovista de misericordia.
En la preparación de esos alimentos para el ojo del otro, el artista es un chef perfeccionista que no se autocomplace. Las texturas se pulen hasta igualarse con su brillo, y en esa mesa en la que incluso los vegetales son cárnicos, los colores se logran hasta dejar atrás a la naturaleza. Justo como lo hacen los actuales fabricantes de alimentos, que saben que estamos más inclinados a comprar como papaya aquello que se nos parezca a su color, aunque su sabor no la represente.
Si sus materiales y su paleta miran al futuro, el menú está bien enraizado en los aromas, texturas y sabores de la infancia pasada. Cuando permite que afloren, su propia historia culinaria se materializa alquímicamente, y brotan las hallacas, el pabellón y el casado de sus dos patrias nutricias.
Cuando Poveda nos presenta lo crudo en toda su violencia no domesticada, puede causar repulsión, pero lo que nos repugna no es su creación, sino aquello que pervive, en el componente escultórico, de nuestra vergonzante realidad depredadora.
Si ello provoca nuestro desconcierto, el artista, para quien la innovación permanente es uno de los elementos que alimentan el fuego de su realización, no puede estar más divertido y satisfecho.
Golpe a la memoria
Mientras la artesanía culinaria japonesa reproduce preciosísticamente los alimentos en materiales sintéticos, para atraer al comensal exquisito con copias a las que solo parece faltarles el aroma, Poveda se aproxima y se distancia de esa estética, para darnos un arte estremecedor, que no provoca el apetito inmediato, sino que revuelve con pasión de trueno la memoria alimentaria de la especie y nos remonta hasta los antepasados de cuevas y fogatas para, simultáneamente, presentarnos imágenes de un futuro inmediato plagado de incertidumbre.
El desagrado que a algunos les produce ese golpe de vísceras perfectas, se origina en el cerebro-mente-cuerpo de quien mira, y no en el plato que se deja mirar.
Hay entre esos subversivos objetos tridimensionales, aquellos que nos obligan a enfrentar la perpleja fascinación que nos sobrecoge ante lo que no queremos entender. Otros abiertamente nos retan a mantener la vista sin perder la compostura, sin cubrirnos de un velo espeso que proteja nuestro derecho a anticipar con placer la siguiente comida.
No obstante, de esa manera tangencial e informada de ironía, los paisajes de Carlos Poveda reafirman el peso indiscutible de la cocina en nuestra memoria colectiva.
La reacción más fuerte del espectador quizás no sea otra cosa que nuestro miedo a no tener capacidad para digerir el absurdo en nuestra vida cotidiana.
Poveda en resumen
Poveda nació en San José, Costa Rica, en 1940. Además de su país natal, ha vivido varias décadas en Venezuela y Francia. Es uno de los artistas plásticos costarricenses más originales y de mayor prestigio.
Distinciones
2014 Premio trianual Teodorico “Quico” Quirós, del Museo de Arte Costarricense, que honra la obra de toda la vida de un artista plástico nacional. Entre los criterios del jurado mencionan: “sutil y profundamente contemporáneo, ha llevado el nombre de nuestro país a la comunidad internacional”.
2013 Medalla del Senado de Francia, por su destacada labor artística en ese país.
2005 Premio Único Francisco Narváez. VIII Bienal de Escultura Francisco Narváez, Venezuela.
2004 Premio Nacional de Artes Plásticas de Costa Rica. Escultura.
1995 Premio Nacional Aquileo Echeverría en Pintura.
1965 Mención Honorífica para Dibujo de la VIII Bienal de Arte de Sao Paulo, Brasil.
En museos, bibliotecas, coleccciones privadas….
Hay obras suyas en innumerables colecciones privadas y en más de 30 colecciones públicas en diversos países, tanto en museos, como blibliotecas, institutos de arte, fundaciones, bancos y empresas privadas.