

El 19 de febrero de 1995 publiqué, en La Nación de Costa Rica, un adelanto de investigación sobre el superespía ruso Iósif Griguliévich, titulado “Un espía al descubierto”.
Me tomaría casi diez años más de intenso trabajo antes de publicar mi libro, en el 2004 (Editorial Norma; segunda edición, 2006), del género literatura sin ficción, “El secreto encanto de la KGB. Las cinco vidas de Iósif Griguliévich”, en el que se revelan las increíbles y múltiples vidas de ese extraordinario personaje y las redes de espías que manejó.
En estos días saldrá a la luz la versión en inglés. Pronto también aparecerá en ruso, idioma en el cual existe ya una sinopsis, traducida por Ekaterina Zamyshliaeva.
Comparto de seguido aquel primer texto que causó revuelo cuando apareció en La Nación.
Un espía al descubierto
“Afuera hacía un frío de veinte grados bajo cero, pero dentro de las paredes del Kremlin se sentía un calor especial, una efervescencia propia de las ocasiones en las que se planeaban los grandes complots. El temido José Stalin, el padrecito zar bolchevique de todas las Rusias, ya envejecido, pero siempre altanero, hablaba con voz pausada. Quería saber la opinión de los presentes acerca de un documento que le entregó en sus manos a un avezado oficial de inteligencia de la KGB. Estaba escrito a mano y era el resumen de un plan para asesinar nada menos que al Mariscal Tito, Jefe de Estado de Yugoeslavia. La fecha: 20 de febrero de 1953.
El documento, marcado “Ultraconfidencial” y dirigido a Stalin, decía: “El Ministro de Seguridad del Estado solicita permiso para preparar y organizar un acto terrorista contra Tito, mediante el uso del agente clandestino Max, ciudadano de la Unión Soviética, miembro del Partido Comunista desde 1950. Max, quien usa pasaporte costarricense, es nuestro agente en Italia, en donde se las ha arreglado para ganarse la confianza del Cuerpo Diplomático latinoamericano, del cual forma parte”.
Esa fue una de las pocas veces en que Stalin se interesó por Costa Rica, aquel pequeñísimo país centroamericano. Después de todo, algunos de sus principales colaboradores consideraban a Max el agente más apto para llevar a cabo el asesinato de Tito y Max tenía mucho más que un pasaporte costarricense.
El asesinato de Trotsky
Sin embargo, Pavel Anatólievich Sudoplatov, el especialista soviético en “Tareas Especiales” (esto es: ejecuciones, sabotajes, etc.), no estaba de acuerdo. Después de todo, aunque Max, conocido también como Padre en los círculos de agentes rusos, tenía a su haber la desaparición de un informante de la policía de Lituania y varias otras operaciones, hacía tiempo que no participaba directamente en trabajos que implicaran la muerte de personas.
Por su parte, quienes lo recomendaban vigorosamente para la delicada tarea, tomaban en consideración su papel clave en la Operación Pato, hasta entonces un enigma para los servicios de espionaje occidentales. Estos habían estado tratando por más de diez años, sin ningún éxito, de obtener la identidad verdadera del asesino de Trotsky, que se presentaba como Jacques Mornard.
Max había sido el encargado de establecer una cadena clandestina entre México y California. Bajo las órdenes del temible Lavrenti Beria, jefe máximo de la KGB, fundó en la ciudad de Santa Fe, en Nuevo México, una farmacia que servía como casa de seguridad de los espías que debían ingresar a México, con el único objetivo de acabar con el enemigo que más obsesionaba a Stalin: León Trostky.
A principios de los años cuarenta, Max había logrado conquistar la confianza de uno de los guardaespaldas de Trotsky, llamado Sheldon Harte, con quien llegó a tener cierta amistad. La noche del 23 de mayo de 1940, tocó la puerta de la casa del famoso disidente bolchevique en Coyoacán y Harte, al reconocerlo, le abrió cuidadosamente. Eso fue suficiente para que un grupo armado, ligado al pintor comunista David Alfaro Siqueiros, penetrara en la residencia y ametrallara el cuarto de Trotsky. El exdirigente soviético se salvó, no obstante, metiéndose debajo de la cama.
Tres meses después, el 20 de agosto, sería otro agente estalinista, bajo el nombre de Jacques Mornard, quien burlando a los cuerpos de seguridad, lograría cumplir las órdenes de Moscú, perpetrando uno de los crímenes más célebres del presente siglo.
La Operación Pato había llegado a su fin exitosamente y Max escapó luego a California, a la espera de que Beria le asignara nuevas tareas. De inmediato le traspasó a uno de sus agentes la farmacia de Santa Fe y salió (por supuesto, clandestinamente), de los Estados Unidos.

Cuatro versiones de un mismo asesinato
El asesinato de Tito, diseñado por Pitovranov, viceministro de la Seguridad del Estado, debía realizarse a través de cuatro posibles opciones. Todas ellas estaban planeadas con absoluto desprecio por la vida, incluyendo la del agente encargado de llevar a cabo el atentado, según se aprecia en el documento del Kremlin, hoy desenterrado.
Primer escenario. En la mejor tradición inmortalizada en las películas de James Bond, Max debía rociar en la sala de audiencias del Palacio Blanco de Belgrado, una dosis de una bacteria que producía una plaga pulmonar letal, que garantizaría la muerte de Tito y de todos aquellos presentes en la habitación. La audiencia privada con Tito no era difícil de obtener para Max, quien había sido muy bien recibido en los círculos oficiales al menos en dos ocasiones anteriores, en el cumplimiento de sus deberes diplomáticos.
Porque Max, según señalaba el documento en discusión, no solo poseía un pasaporte de Costa Rica, sino que era nada menos que representante diplomático de nuestro país, debidamente acreditado ante los gobiernos de Italia y Yugoeslavia. Su nombramiento lo había obtenido a través de la amistad de funcionarios y empresarios costarricenses, a quienes había conocido en Roma tiempo atrás. Para entonces, sus contactos en los altos círculos de Belgrado le habían prometido una audiencia privada con Tito.
El spray debía activarse por medio de un mecanismo silencioso, oculto en la ropa de Max. Ni el mismo agente conocería el efecto de la sustancia. Para protegerle, se le vacunaría con un antídoto unos días antes de la operación.
Segundo escenario. Durante el viaje que Tito iba a realizar a Londres, se enviaría a Max con la tarea de usar su posición oficial como diplomático costarricense y su buena amistad con el embajador yugoeslavo en Italia y Gran Bretaña, el General Vladimir (Vlatko) Velebit, para conseguir una invitación a la recepción que darían en honor a Tito. El acto terrorista se llevaría a cabo por medio de un arma con silenciador, oculta en el maletín y los objetos personales de Max. Simultáneamente, éste debía rociar gas lacrimógeno, para crear el pánico y una atmósfera que le permitiera escapar rápidamente de la escena del crimen.
Tercer escenario. Para realizar el asesinato, Max debía aprovechar una recepción a la que asistirían todos los diplomáticos acreditados en Belgrado. Max era siempre invitado, como diplomático costarricense. El asesinato debía llevarse a cabo en la misma modalidad de Londres, confiado directamente a Max por su alta investidura.
Cuarto y último escenario. Darle a Max la tarea de preparar las condiciones para que otro diplomático costarricense bajo sus órdenes, inadvertidamente, le entregara a Tito un cofrecito con joyas, como regalo de la Embajada de Costa Rica. La cajita estaría hecha de manera tal, que al abrirla, activara un mecanismo que derramara una dosis suficiente de un gas mortal, que matara al Mariscal.
Quedaba al buen juicio del experimentado agente el decidir cuál de las opciones era la mejor, de acuerdo a sus posibilidades como representante de Costa Rica. Se le pidió que escribiera una carta a su esposa, para serle entregada en caso de que muriera en el atentado, explicándole las razones ideológicas para el sacrificio que se había visto precisado a hacer.
Todas las personas presentes en la reunión con Stalin sabían que Max no saldría vivo, cualquiera que fuera el escenario que escogiera. No obstante, un acontecimiento de gran magnitud lo salvó por casualidad: la muerte de Stalin, el 5 de marzo.
El plan se desechó. La brújula soviética dio un giro de ciento ochenta grados y Beria, cuya posición con respecto a Tito era distinta a la de Stalin, decidió entonces llamar secretamente a Max a Viena, para discutir con él la posibilidad de mejorar las relaciones con Yugoeslavia.
¿Quién era Max?
Pero, ¿quién era aquel extraordinario agente que, entre otros, respondía a los nombres de guerra de Max y Padre, y que se movía con gran habilidad en los círculos diplomáticos romanos, yugoeslavos y sudamericanos, a principios de los años cincuenta?
Aquel ruso, cuyo nombramiento en un alto cargo en la diplomacia costarricense le permitió tener acceso a las más variadas fuentes de información, útiles todas para el espionaje de la época, era un hombre polifacético. En la vida del espía, sin embargo, hay lagunas de varios años. La primera de ellas va desde su desaparición, después de la muerte de Trotsky hasta finales de los años cuarenta, cuando reaparece en Roma como diplomático costarricense. La segunda, desde finales de 1953 hasta principios de 1960, cuando reaparece en Moscú, bajo el nombre de Iósif Griguliévich, como especialista en historia y política, tanto del Vaticano como de América Latina.
Había visto algunas críticas de libros que Iósif Griguliévich publicara en la revista soviética América Latina; pero después de leer la mención de Sudoplatov, me puse a seguirle cuidadosamente el rastro a sus escritos. Fue así como descubrí que no solo era articulista de esa publicación, sino que ocupaba el cargo de Redactor Jefe de la revista Ciencias Sociales Contemporáneas, de la Academia de Ciencias de la URSS.
Revisando los ficheros de las distintas bibliotecas del país, y atando cabos sueltos, llegué a conocer su otro seudónimo, I. R. Lavretski, con el que aparece firmando su biografía de Bolívar —que muchos consideran la mejor biografía de El Libertador que se ha escrito hasta hoy—, y algunas otras publicaciones.

Un académico de renombre
Reconstruir su vida y su obra ha sido como armar un rompecabezas. La lista de sus libros es impresionante, así como la calidad de sus escritos. Griguliévich llegó a especializarse en el género biográfico, y entre sus biografiados están: José Martí, Benito Juárez, Pancho Villa, Salvador Allende, Ernesto (Che) Guevara, William Foster y Francisco de Miranda. Su trabajo sobre este último le valió el ser nombrado Miembro Correspondiente del Instituto Mirandino de Caracas. También fue miembro de la Academia Nacional de Historia de Venezuela, y vicepresidente de la Sociedad de Amistad URSS-Venezuela.
Su brillante carrera académica incluyó un doctorado en Ciencias Históricas; tenía título de Emérito de la Ciencia de la Federación Rusa y fue Jefe de Sector del Instituto de Etnografía de la Academia de Ciencias de la URSS.
Sus investigaciones se centraron en los procesos revolucionarios de América Latina y en la historia del papado y de la Iglesia Católica, todos asuntos con los que se relacionó cuando era conocido entre los agentes rusos como Max. Su dominio del español era excelente, ya que su padre vivía en la Argentina, en donde tenía una farmacia y allí residió él por muchos años. También conocía perfectamente otros idiomas, tales como el francés, el italiano y el inglés.
El renombrado profesor norteamericano Cole Blasier, especialista en las relaciones entre la Unión Soviética y América Latina, quien fue director de la Sección Hispánica de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, le daba gran importancia al nombramiento de Griguliévich como miembro de la Academia de Ciencias. En su concepto, dicho cargo, aparte de la dotación económica de quinientos rublos, suma bastante considerable, implicaba gran prestigio dentro de los sectores académicos rusos.
El embajador que se parecía al Rey Farouk
El ángel de la guarda de Griguliévich debió ser piromaníaco, porque la gran mayoría de los documentos necesarios para aclarar el episodio del nombramiento de Max como diplomático costarricense, fueron presa de un incendio que sufrió el Ministerio de Relaciones Exteriores hace varios años, o bien fueron incinerados en distintas dependencias estatales, para obtener espacio para los nuevos archivos.
Después de una ardua búsqueda, revisando en viejas Gacetas, en Archivos Nacionales, y múltiples otras fuentes, apareció un enigmático y sorprendente personaje.
“Físicamente, se parecía al Rey Farouk”, nos dice el pintor César Valverde, quien ocupaba el cargo de Agregado Cultural en nuestra Embajada en Roma. “Costarricense no era. Me parece que era más bien brasileño. Yo era muy joven y han pasado más de cuarenta años, pero recuerdo que la esposa era una mujer muy misteriosa, que se dejaba ver poco. El era cuarentón, en aquellos años”.
“Creo que sí era costarricense; o por lo menos decía que tenía familia aquí, pero lo conocí en Italia; jamás lo vi aquí. Era un tipo curioso; por un lado, su aspecto podía parecer bonachón, pero al mismo tiempo se le veía avezado, muy listo”, afirma el Dr. Rafael Alberto Grillo, cuyo nombramiento como cónsul de Costa Rica en Roma en aquellos años lo llevó a conocerlo. “La esposa creo que era uruguaya…o quizás paraguaya. Sudamericana, con seguridad. Quizás él también fuera sudamericano”, agrega con duda.
“Lo vi en unas tres o cuatro ocasiones, todas en Roma, pero me pareció que sí era tico. Era un hombre terriblemente misterioso, que siempre daba la impresión de ocultar algo, de traer algo entre manos”, asegura el Lic. Claudio A. Volio, quien tuvo ocasión de estar en contacto con él en su carácter de representante de nuestro gobierno ante la FAO.
Su nombre: Teodoro B. Castro. Ni su segundo apellido, ni su número de cédula, ni su lugar de nacimiento, ni su matrimonio, ni su defunción ha sido posible encontrarlos en los diversos archivos, ni nadie los recuerda. Tampoco aparece registrado su nacimiento, entre el año 1900 y 1920, en el Registro Civil de Costa Rica.
Al servicio de la Patria
En julio de 1951, y ad-honórem, el gobierno de Costa Rica lo nombró como Primer Secretario de nuestra legación en Roma, dada su amistad con algunos empresarios y funcionarios gubernamentales. Fue durante la administración de don Otilio Ulate. El expresidente Echandi, quien firmó el acuerdo, en su carácter de Canciller, no recuerda haber conocido personalmente a don Teodoro. “En aquellos tiempos, por ahorrarse dinero, los gobiernos estaban dispuestos a nombrar en esos puestos, con carácter ad-honórem, a personas que no hacían daño aparente y que no costaban nada al fisco, ni siquiera en gastos de traslado. Eran tiempos distintos en nuestra diplomacia”, señala don Mario. “Claro está que la cosa no era tan inocente desde el punto de vista de esos individuos, ya que de una forma u otra se aprovechaban de su rango diplomático”. Y agrega: “El nombre no me dice nada; no recuerdo al personaje”. En los mismos términos se expresó el Lic.Alberto Cañas, quien fue alto funcionario de la cancillería en la Administración Figueres, cuando don Teodoro aún estaba en nuestra legación en Roma.
Una promesa incumplida
El ascenso de don Teodoro B. Castro en su corta carrera diplomática, fue fulminante. En la lista diplomática de 1951, figura ya como Encargado de Negocios a.i. en Italia. En abril del año siguiente, se le ascendió al cargo de Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario, siendo Canciller el Lic. Fernando Lara, y extendiéndoseles pasaporte diplomático tanto a él como a su esposa, Inelia Del Puerto (también sin segundo apellido y desconocida en los ambientes sociales costarricenses de la época). En ese carácter, y ampliado su mandato, viajó a Yugoeslavia en dos ocasiones durante ese año, en asuntos relacionados con la participación de Costa Rica en la Exposición Internacional de Zagreb, y fue muy bien recibido por las altas autoridades de Belgrado, quienes le llegaron a prometer una audiencia privada con el Mariscal Tito.
Para entonces, ya había cambiado su residencia en Roma de la Piazza Salustio 24 al 105 de la Viale Bruno Buozzi, en el barrio Parioli, uno de los más elegantes y caros de la capital italiana. El gobierno de Costa Rica solamente le enviaba doscientos dólares al mes, para gastos de representación y algunas sumas adicionales para cubrir los costos de la fiesta del quince de setiembre o de alguna otra recepción de importancia.
Las líneas principales de su gestión, como máximo representante de Costa Rica en Italia, tienen que ver con las relaciones con la vecina Yugoeslavia y con el Vaticano.
El gobierno de Italia había decidido, poco antes, convertir su Legación en San José, en Embajada, y el Canciller Lara le prometió a Castro que sería nombrado, a su vez, como nuestro primer embajador en Roma.
Sin embargo, a pesar de la amistad que, a juzgar por los términos de su correspondencia, parecía tener con el nuevo Canciller, Mario A. Esquivel, por otras razones su deseo no se cumpliría.
Entre Belgrado y el Vaticano
Don Teodoro B. Castro, nuestro enigmático Encargado de Negocios, viajó al mes siguiente de la muerte de Stalin a Yugoeslavia, y presentó sus nuevas cartas credenciales como enviado costarricense ante el Mariscal Tito, el día 25. La Nación publicó el 13 de mayo, en primera página, la foto del acontecimiento.
Se le confirió una audiencia privada con Tito, lo que significó un éxito de su gestión diplomática. La entrevista la llevó a cabo en idioma inglés. En uno de los escasos informes suyos que se salvaron del incendio en la Cancillería, y que están en el Archivo Nacional, expresó sobre esa visita: “El Presidente Tito es un hombre de mediana estatura, de aspecto juvenil y no demuestra los 62 años que tiene. Me recibió en su despacho particular del Palacio Blanco, un estudio decorado con mucha sencillez y sin pretensiones. Durante los restantes tres días que pasé en Belgrado, traté con los respectivos funcionarios varios aspectos relativos al intercambio comercial con ese país. En resumen, Yugoeslavia estaría dispuesta a firmar con nosotros un acuerdo de compensación global por un millón de dólares anuales. La forma de pagamento (sic) sería regulada de la misma forma que con Italia, comprometiéndose ellos a comprarnos café, cacao, azúcar y banano, por un millón de dólares, y vendiéndonos por el mismo valor, cemento, vidrio, abono, barcos y diferentes artículos químicos.” También mencionaba que Tito le había dicho que su gobierno estaba tratando de liberarse de la herencia política rusa.
Además de la reunión con el Mariscal, don Teodoro visitó en esa oportunidad al representante diplomático de Francia en Belgrado, Decano del Cuerpo Diplomático, con quien se comunicaba en francés, y al Encargado de Negocios de los Estados Unidos. Es posible que en ese viaje, Castro haya estado acompañado por un italiano, Humberto Corvi, quien había sido Cónsul General de Costa Rica en su país, y fue luego nombrado también Consejero Comercial de la Legación de Costa Rica en Yugoeslavia.
Pero, volviendo al espía Max, en el mes de mayo de 1953 su identidad pareció estar en peligro de ser descubierta. Griguliévich fue entonces llamado clandestinamente a Moscú, para estudiar si era posible que en las revelaciones de Aleksandr Orlov, un agente ruso desertor cuyas denuncias acababan de ser publicadas en la revista Life, hubiera salido a la luz su identidad.
Como todavía no había sido delatado, la K.G.B. le ordenó continuar en su disfraz como diplomático tico, colaborando en el nuevo plan de Beria de mejorar las relaciones con Yugoeslavia. También debía esparcir rumores en el Vaticano, acerca del deseo de la URSS de negociar la unificación de Alemania, para monitorear después la reacción de los países occidentales.
A fin de año se supo que en ese mismo mes de agosto, Rusia había comunicado ya a Tito su interés en reanudar relaciones, lo mismo que Bulgaria y Hungría. La Nación y otros periódicos nacionales publicaron informaciones en ese sentido, provenientes de los Estados Unidos, en las que se manifiesta preocupación por un posible regreso de Yugoeslavia al bloque soviético.
A finales de mayo, don Teodoro aparece reportando a la Cancillería su encuentro con el nuevo Embajador del Vaticano ante Italia, José Fietta, quien fuera Nuncio en Costa Rica de 1925 a 1931, y quien decía guardar especial cariño por nuestro país. Con el anterior Nuncio, Monseñor Borgongnini Duca, también había logrado Castro establecer una estrecha amistad, a lo que ayudaba su excelente dominio del idioma italiano.
Nuestro Embajador desaparece
En Moscú, la situación política había seguido cambiando vertiginosamente después de la muerte de Stalin. Desde el 26 de junio, fecha en que Beria fue tomado preso, por orden de Malenkov, el peso del poder varió de nuevo y Nikita Khruschev aumentó su influencia.
El 21 de agosto, Sudoplatov y varios otros espías fueron enviados a la cárcel. Los servicios de espionaje rusos sufrieron una verdadera sacudida en esos meses.
Max recibió instrucciones de preparar su salida y de regresar a Moscú. La situación adquirió carácter de urgencia en noviembre, porque los servicios de inteligencia occidentales lograron, al fin, aclarar el misterio de la muerte de Trotsky. El tal Jacques Mornard resultó ser un comunista español, de origen aristocrático, llamado Ramón Mercader. El peligro de que también por allí saliera a la luz la verdadera identidad de Max, se tornó realmente inminente.
Coincidentemente, don Teodoro B. Castro, por su lado, envió en el mes de setiembre un cable a la Cancillería, en el que solicitó permiso para ausentarse de Roma, debido a una delicada enfermedad de su esposa. El permiso le fue concedido.
En noviembre, el señor Castro escribió una larga carta al Canciller Esquivel anunciándole que su esposa seguía muy enferma, y que iba a ser operada en Suiza en diciembre, por lo que solicitaba permiso para ausentarse hasta marzo de su puesto en Roma, para quedarse a su lado todo el invierno, aunque prometía viajar a Roma a atender las cosas más urgentes de la Legación. El permiso se le concedió, en una nota en la que el Canciller le manifestó su “amistad personal verdadera”.
Don Teodoro y su familia se fueron de viaje. Escasos días después, de manera sorpresiva, apareció un acuerdo firmado por el Presidente Figueres y el Canciller Fournier, aceptándole su renuncia, aunque no aparece ninguna carta en que ésta conste. Por unos días, nombraron como Encargado de Negocios a.i. al señor Julio C. Pascal Rocca, quien fuera Secretario en la época de don Teodoro, pero poco después se le removió, siguiendo a ello una serie de nombramientos y remociones, que se prolongó por varios meses.
“La verdad, nunca supimos ni de dónde venía, ni para dónde se fue”, manifiesta el Dr. Grillo. “Se rumoraba que lo habían quitado porque estaba implicado en un contrabando de café a Yugoeslavia, pero nunca se supo con seguridad. Se decía que se había ido para Uruguay”.
“Se creía que estaba envuelto en algo oscuro, pero no sé exactamente en qué. Como que se fue para Brasil y desapareció. Nunca se volvió a saber de él”, señala, por su parte, César Valverde. Don Claudio A. Volio también recuerda haber oído que su partida fue hacia Brasil.
Entre los documentos salvados de los varios incendios e incineraciones, no consta ninguno que nos informe sobre su paradero. Max, por su parte, sabemos que había reaparecido en Moscú, como Josef Griguliévich, convertido en experto en América Latina, el Vaticano y, probablemente, Costa Rica.
El maestro espía, al fin de cuentas, no optó por el calor, sino que volvió al frío. Su rumbo no fue ni Copacabana ni San José, sino Moscú”.
Extraordinaria investigación, con un maravilloso y cautivante relato, sólo posibles por la conjunción de la mente y pluma de nuestra laureada poeta, periodista y escritora, Marjorie Roos González.
Extraordinaria investigación, con un maravilloso y cautivante relato, sólo posibles por la conjunción de la mente y pluma de nuestra laureada poeta, periodista y escritora, Marjorie Ross González.
Me encantó la historia. Bastante intrigante y emocionante.